NOS FALTA TIEMPO Y NOS SOBRA VELOCIDAD

No soy precisamente una mujer de carácter pasivo. Siempre he pensado en la importancia de reclamar “ser adultos” y, por tanto, de empezar desde jóvenes a decidir sobre ese futuro que atisbamos lejano, pero que, en cierto modo, comenzamos a decidir en la veintena.


O sea que, siempre he hecho más, más rápido y lo mejor posible. Siempre he necesitado la velocidad para la que continuamente se me dijo que había tiempo. Hoy, sin embargo, lo único que me falta es tiempo y si algo me sobra es velocidad.


Lo peor de esto es que no soy la única. Veo a personas de mi edad y sus pupilas reflejan la misma angustia por no llegar, porque no nos de tiempo, por no poder, por no dar a basto, por no hacerlo como antes de la pandemia pensábamos que se podía llegar a hacer.


Estamos en esa curiosa y difícil edad en la que deberíamos no tener que contar tanto y vivir mucho, pero nos preocupa más contar que vivir. Aún no hemos formado nuestras familias, seguimos en el limbo ansiando convertirnos en los adultos y profesionales que soñamos con ser. Sin embargo, esas ansias nos están comiendo en vida y, lo peor: no tenemos ni idea de cómo solucionarlo.


Las conversaciones se titulan “a ver cuándo consigo un trabajo en el que me paguen de lo mío”, “a ver cuándo dejo de ser becaria o de estar de prácticas”, “a ver cuándo hago el examen de acceso a la abogacía”, “a ver cuándo me colegio”, “a ver si puedo entrar, a ver si me cogen”, “a ver si puedo empezar a ahorrar”, “a ver cuándo dejo de trabajar en dos sitios y me centro en aquello para lo que he estudiado”, “a ver cuándo dejo de trabajar 15 horas al día cuando en mi contrato pone que trabajo 8”.


Los resultados que percibo no son alentadores. La mayoría hemos retrasado nuestras metas una media de año y medio, hemos empeorado en el ámbito laboral desde Marzo de 2019. La mayoría sufrimos el doble de ansiedad por nuestro futuro. La mayoría estamos peor que cuando no había un virus que generaba muertes a diario. La mayoría hemos perdido personas, relaciones, momentos, tiempo y contacto con la realidad que necesitamos para sentirnos en consonancia con lo que somos.


Por no hablar de quienes se han perdido a sí mismos intentando encontrarse en este caos. O quienes no saben o no pueden reconocer que no están bien, y que llevan tanto tiempo sin estarlo, que piensan que es normal. No lo es.


Antes de que esto comenzase, teníamos las dificultades medianamente lógicas de jóvenes que comienzan sus andaduras en el mercado laboral, la precariedad corriente de la inexperiencia formándose, muchos lejos de su hogar.


Si hay algo que no teníamos antes de que el mundo nos obligase a parar mientras el relojero sigue corriendo, es esa angustia de no saber en qué momento perdimos la ilusión y empezamos a ganar amargura en forma de toque de queda.

Porque sí, la vida es diferente cuando hay tiempo, cuando decides regalarlo, cuando decides no decidir, cuando una tarde de sábado se hace una madrugada de domingo, y cuando olvidar, se olvida mejor en el callejón oscuro con los que siempre te enseñan la luz al final del túnel.


Llevamos meses caminando más solos que juntos.


Salimos para hablar de nuestras vidas, nos reímos, intentamos recrearnos en esos pequeños momentos de felicidad que tenemos. Nos esforzamos, de verdad, en ser nuestra mejor versión, pero también salimos para mirar las manecillas del reloj y decirnos lo cansados que estamos y lo lamentable que es que lo estemos.

Nos da vergüenza reconocer que hemos perdido algo de nosotros mismos en esta distopia llamada “nueva normalidad”. Es esta forma desenfrenada de no saber qué pasará la que nos hace propensos a no tomar las decisiones que más puedan beneficiarnos a largo plazo y quizás a sobreconcentrarnos y obsesionarnos con lo que existe hoy, ahora, en este momento, porque mañana es incierto.


Aquel Estado de Alarma que nos confinó y aíslo los unos de los otros no hizo más que agolpar en la mochila, que llevamos a la espalda -de cosas pendientes-, todo aquello que nos falta por hacer, por decir, por experimentar, por empezar, por perdonar, por perdonarnos, por hablar, por vivir.


Nos arrebató los comienzos y nos expolió los finales necesarios para conciliarnos con nuestro pasado, presente y futuro, y con las personas en las que nos han y nos hemos convertido.


Nos ha obligado a perder en la distancia y a dormir con nosotros mismos. Nos han sentenciado a esa maldita impotencia del testigo, hora tras hora, día tras días.


Nos han forzado a no poder recuperarnos porque es imposible recuperarse de algo que no ha acabado.


Y hoy la falta de tiempo nos ahoga. Nos asfixia. Nos expropia el aire de la tráquea.

Necesitamos más un trankimazín que un pez el agua.

No es broma, se vende igual de bien que los ibuprofenos.

En nuestro paso a la adultez hemos sustituido con lexatines los caramelos que comíamos en los parques.

Los psiquiatras repiten el speech a todo el que pasa por la consulta.

Fatiga pandémica.


Fatiga existencial, no pandémica, cabrones.

Yo aún no he abrazado a mi abuela después de la muerte de mi tía.


Nuestros fines de semana no tienen intervalos cerrados para que podamos invertir tiempo en nosotros mismos y en las personas con las que queremos compartirnos. Si encima resulta que eres extranjero y te cierran las fronteras como te venden fruta, pues oye, eleva al cuadrado tu existencia.

Que no.


No puedes escoger, el tiempo escoge por ti.


Que nos quejamos por vicio dicen, pues a lo mejor no tanto o a lo mejor sí, oye. Pero creo que es importante reivindicar el derecho a quejarnos.


No sólo estamos privados de la tranquilidad de abrazar a familiares, sino también de poder dormir en paz pensando que no hay tanto que organizar, que todo puede salir, que todo puede fluir después de tanto tiempo forzando este vivir intermitente.


Después de tanto tiempo forzando un estar bien que muchas veces no hemos estado. Después de tanto tiempo, tendremos derecho a decir que hemos perdido mucho, muy de seguido, y que hay lagunas en nosotros que no sabemos cómo llenar.


Que no todo es tan genial, que menuda mierda de nueva normalidad y todo lo que viene con ella.

Que malditas sean las 11.00 que hasta Cenicienta tenía más tiempo para volver a casa.